
Supongo que puede decirse, sin temor a las generalizaciones, que todo lo que es alguna vez tuvo un comienzo. No hay excepción posible porque, aunque decimos que todo tiene su final, algunas cosas solo mutan. El principio, la génesis, sin embargo, late en cada cosa.
«El comienzo es la mitad de la obra», dice Platón en La República. Quizás porque comenzar –dar ese primer paso– es lo más arduo. Encontrar la decisión interior de enfrentar el temor a lo desconocido es, en sí misma, una dificultad. Más allá de ese primer paso, todo es incertidumbre. Mejor sería no darlo, no vaya a ser que nos internemos en un laberinto capaz de cambiar todo lo que somos, o creemos que somos. Disrupción, dicen ahora, que viene de fractura. No en vano repetimos que todos los inicios son difíciles.
Y seguramente lo son. En mi experiencia, casi todos los comienzos han sido duros, aunque con los años he aprendido que tal vez se deba a cómo miramos el mundo cuando nos cambia la piel. A cómo recibimos ese yo que emerge para aprender a andar en lo desconocido. Cada inicio, por pequeño que sea, es un salto al vacío de lo nuevo.
Con el tiempo –quiero decir, con la edad– pueden suceder dos cosas: o uno le toma miedo al comienzo, o se enamora de su vértigo. Si, por ejemplo, llegas a un país nuevo y no dominas la lengua, llevas el peso de una carencia mínima pero decisiva. Aprender a moverte entre signos ajenos exige paciencia –o su hermana más libre: la apertura–.
Los sabios aconsejan paciencia para dominar el cambio, cuando lo que queremos es movernos a la mayor velocidad posible. No entendemos que paciencia no es inmovilidad. No es dar un paso al lado y dejar que el tiempo discurra: es mantenerse en calma, con perseverancia. Es confiar en que si te mantienes centrado y das un paso tras otro, vas a salir de ese territorio incierto de los comienzos. Permanecer sin perder el pulso, confiar en que algo dentro de ti sabrá orientarse. Tal vez por eso la paciencia se aprende mejor en los comienzos, no en los finales.
Porque todo principio es una prueba de fe. No en los resultados, sino en la capacidad de mantenerse mientras el suelo todavía tiembla. En el principio siempre hay una chispa –una duda, un miedo, una intención–, algo que apenas se mueve, y sin embargo anuncia que la vida insiste.
Quizás el cambio de año judío me recordó que los comienzos no son castigos, sino llamados. Cada inicio trae su propia brújula, aunque a veces solo la descubrimos después del primer paso. Y aquí estoy otra vez: comenzando.
Entonces lo vi moverse entre la gente, erguido, suelto, sin aparente preocupación, mientras yo me hundía en la dureza de los comienzos. En un génesis que me devoraba.
Corrí hacia él y le supliqué que compartiera conmigo un poco de su historia, algo que mitigara el dolor de la metamorfosis.
Por Fanny Díaz
Edición de texto en colaboración con ChatGPT






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