Desde siempre –o desde que recordaba, que para el caso da lo mismo– había soñado trascender lo que veía como límites: su propia cultura, su propia cara, su propio color, su indefinida nacionalidad. Había intentado aplacar ese vacío al convertir su vida en un perenne éxodo, literal y figurado. Iba de un lugar a otro buscando aquel en donde al fin podría despojarse de sí y ser –o al menos rozarlo– ese otro que deseaba, y si esto no era posible, tomaría medidas extremas.
Entonces apareció ella, venida de un lugar con nombre casi impronunciable, el «exotismo» tatuado de pies a cabeza, dispuesta a prestarle su otredad a quien lo necesitara, porque al fin y al cabo ella era eso y más. No estaba pretendiendo nada. Aunque quizás, sin saberlo, también buscaba ser otra.
Pero no puedes ir por la vida intentando ser otro sin que en algún momento te conviertas en un cierto remedo. Tampoco puedes permitir que otros te definan. Tarde o temprano dejas de verte a ti mismo y pierdes el ancla. Naufragas.
Y un día te das cuenta de que hay gente a la que le gusta sentirse «exótica», y si para serlo, aunque sea un poco, debe juntarse con gente aún más exótica, no tiene el más mínimo conflicto en hacerlo. Para ellos, ese raro no es un ser humano, sino un medio para acceder al Santo Grial de la otredad prestada. A veces te piden que asumas tu «identidad», como si uno supiera de qué hablan, como si uno tuviera que estar de acuerdo con ellos sobre cómo nos ven. Olvidan que su idea del otro tiene que ver más con una manera de percibir el mundo que con la verdadera identidad de este.
El juego va así: ellos creen saber más de ti que tú mismo. Tienen un guion de cómo un exótico debería actuar y no les gustan las improvisaciones. Tienes que actuar como el personaje que ellos han creado. Cuando el exótico en cuestión hace algo que no corresponde con su idea, se lo toman como una ofensa personal a su propia interpretación, o quizás más bien a quienes ellos están tratando de ser. Porque, ya se sabe, casi siempre ellos quieren ser algo que no son. Están entregados a esa necesidad de no parecer normal, a ese desprecio por lo que consideran vulgar.
Entonces dicen cosas como «asume tu indianidad». [Y mientras tratas de entender de qué hablan, el diccionario intenta cambiar automáticamente indianidad por indignidad.]
Si se lo permites, quedarás atrapado en su prefabricada visión del mundo. Y en ese enredo ambos descuidan el trabajo en construcción que todo ser humano debería ser –o al menos aquellos que no se conforman con lo que hay–. Olvidan que no somos de una pieza, que no pertenecemos a un solo grupo, que nuestras identidades migran aun sin movernos de lugar. Que somos muchos para ser uno.
Porque cada uno solo puede vivir en su propia piel. No hay personajes fijos ni ensayos, entramos y salimos de escena incesantemente. No hay impostura que valga, pues cualquiera de nosotros podría ser el otro de alguien o convertirse en un exótico sin realmente proponérselo. Quizás en gran medida estemos condenados a convivir con lo que nos ha tocado, aunque siempre estemos buscando. Y creo que explorar quién eres esencialmente, más allá de las apariencias o la dictadura de tu propia cultura, debería ser uno de los sentidos de este paso por este puente estrecho que es la vida.
«Y todos se parecen, pero son distintos. Como las guayabas. Todas tienen buen gusto, pero cada una posee también un gusto diferente, explicación propia sobre el sabor de las guayabas».
Amalia Kahana-Carmon, «Velo de novia»