Diez nueve ocho siete seis cinco cuatro tres dos uno… Pocos días atrás aquel hombre parado frente a ella era su hermano. Ahora podía ser un tahúr que juega con la fortuna de otros. Aquella era la apuesta que nunca nadie desearía hacer: debajo del agua el aliento de la hija ilegítima, de color oscuro para mayor deshonra, decidiría el destino de ambas. Si sobrevivía a la cuenta, las dos podrían marcharse para siempre. Si no, permanecería encerrada en aquella casa cuyo zaguán jamás debió traspasar sola.
A ella, casi una niña, le gustaba el mar, confundirse entre los forasteros en el puerto, acercarse a las mujeres llegadas de lejos, trajes y olores de tierras con las que ni siquiera se atrevía a soñar. Un día se había descubierto mirando el contorno sudoroso de un porteador, una piel cincelada por el trabajo duro, pulida por el sol y la sal, tan distinta a la suya. Los ojos del negro escrutando aquella mirada curiosa la persiguió por días (y noches). Se permitió extenderse a sus anchas en el cuaderno de secretos. Describió las primeras emociones de mujer. La llegada inesperada de una mancha en el largo vestido. Un cuerpo que cambiaba sin aviso, que parecía seguir órdenes ajenas. Luego las manos prietas recorriéndola, las formas recién estrenadas que se hinchan, la vergüenza, el encierro, la cuenta. Debajo del agua una vida ganó su primer desafío. Tomó a su hija y se fue lejos.
Se unió a algunas personas que iban hacia donde se fundaba un nuevo pueblo, a la orilla de un río, donde se podían ver las montañas y casi siempre había verde, lejos de aquel viento salobre que carcomía los muebles y la vida. Quién sabe cuánto tiempo hacía que una mujer de su familia se atrevió a abandonar los muros de la casona. Se habían raído, alguna vez habían cambiado la tapia por nuevos materiales, pero seguían siendo los mismos que aprisionaron los sueños de quién sabe cuántos. Durante semanas caminó en compañía de extraños, la mayoría desarrapados, como ahora ella. Huir era el único rumbo. Encontrar un lugar donde el origen dejara de importar y el futuro comenzara en blanco.
Mientras camina con su hija a cuestas sueña con construir un mundo donde las mujeres ya no tengan que dar razones a cada paso. Al llegar al lugar de verdes fundará una escuela y una de esas familias en las que no hay árbol genealógico. Allí nacería un nuevo amor que perduraría por generaciones: la misión de enseñar. Nunca sabrá que cientos de años más tarde algunos cínicos pensarán que en este país quien conozca a su abuelo puede considerarse de la nobleza. Hay gente, como la hija, que ni siquiera conoció a su padre. Pero ella le enseñó la lealtad a sí misma, la mejor parentela posible. Quizás algún día, no importa el tiempo que tenga que pasar, esta larga caminata habrá enseñado a otros la valentía de vivir.
Por Fanny Díaz