Mucho antes de que las pruebas de paternidad se hicieran populares, ya mis tías de Valle Guanape eran expertas en ese campo. La razón de esto, sin embargo, no era causa de orgullo para ellas. Algunos hombres de la familia no eran precisamente modelos de padres responsables, por lo que la abuela y las tías habían tomado en sus manos el asunto.
Cada cierto tiempo aparecía por la vieja casa algún niño anunciando que era “de la familia”, una particular expresión que despertaba un alboroto… familiar. Entonces se escuchaba en murmullo la palabra reconocer, que en español tiene muchos significados, casi todos relevantes en este caso. Ser reconocido en aquellos tiempos tenía que ver, más allá de lo social y legal, con saber de dónde venías, con ser aceptado. Que tu padre reconociera ese hecho quería decir que pertenecías, pero si este no se ocupaba de hacerlo, para eso estaban las tías.
Y como no siempre era fácil reconocer como parte de la familia a los niños que se presentaban en la casa, mis tías debían echar mano de su bien organizada base de datos. Aquella memoria contenía rasgos familiares actuales y otros aparentemente perdidos. Un meñique torcido, una mancha en la espalda o en el muslo, una manera particular de caminar e incluso una mirada perdida, como la mía, podían ser pruebas irrefutables de ser parte de la familia. (Claro que yo no tuve que pasar ninguna prueba, porque hablamos de las hermanas de mi madre, pero la mirada perdida era un rasgo familiar reconocido del que yo era una muestra viviente.)
Pasar uno de estos reconocimientos le daba a aquel niño el derecho a entrar a una familia que cuidaba a los más pequeños con dedicación. Probablemente no le sobraría nada, pero tampoco le faltaría lo básico.
Algunos de esos niños se quedaban a vivir en la casa vieja, mientras otros se aseguraban el derecho básico de un infante a ser protegido. Más eficientes que cualquier tribunal de familia, mis tías sabían conseguir que todos los niños recibieran cuidados, incluso muchos que nunca pudieron pasar la prueba.
Se trataba de una familia extendida que ocupaba una parte del pueblo –tío abuelos, abuelos, tíos y primos que vivían en casas colindantes–, y que se había ido desperdigando por distintos lugares, por lo que aquel reconocimiento servía además para mantener las cosas en orden. Por razones obvias, el temor al rabo de cochino de la familia Buendía era un miedo bien enraizado en la realidad mucho antes de aparecer en la ficción.
En Israel hay una expresión muy poco políticamente correcta para referirse a las personas un tanto torpes: “Sus padres son primos”. Ya no se dice mucho, pero cada vez que la escucho me hace recordar el empeño en mantener los lazos claros de aquella familia de tías estrictas y maternales.
Los primos son casi siempre los primeros amigos, pues comparten los mismos abuelos, y con no poca frecuencia se consideran hermanos. En el caso de mi familia, los hijos de los primos terminan llamándote tío y los primos de tus padres y sus hijos te llamarán primo hasta el final de los siglos y las generaciones. Todo un círculo familiar que ha ido manteniendo la endogamia fuera de sus patios colindantes.
Si hay algo que ha mejorado en el mundo es la actitud de los hombres hacia la paternidad, por lo menos en mi familia. Mis tías las expertas en ADN avant la lettre ya no tienen mucho trabajo, por fortuna. Me alegra que esa parte gris de nuestra historia doméstica haya desaparecido.
Ahora soy yo quien continúa con la tradición familiar y reconoce a los niños por fotografías y videos: “El de la izquierda es hijo de tal y la que está sentada es hija de cual” me informa mi sobrino en nuestras conversaciones virtuales, como para que, en una versión renovada y más feliz de aquella tarea femenina, aun en la distancia mi mirada perdida siga formando parte de la historia familiar.
reconocer
1. tr. Examinar algo o a alguien para conocer su identidad, naturaleza y circunstancias. 2. tr. Establecer la identidad de algo o de alguien. 3. tr. Examinar a alguien para averiguar el estado de su salud o para diagnosticar una posible enfermedad. 7. tr. Admitir o aceptar algo como legítimo. 8. tr. Admitir o aceptar que alguien o algo tiene determinada cualidad o condición. 11. Dicho de una persona: Aceptar legalmente que otra es su hija.
Diccionario de la Lengua Española RAE
Por Fanny Díaz
Fotografía: Víctor Chafloque
Mi cada vez más querida Fanny! Mi admiración por tu trabajo crece cada vez que publicas. Siempre un tema nuevo. Siempre oscilando sutil entre lo íntimo y lo colectivo. Y si puedo seguir precisando, me encanta el equilibrio entre lo virtuoso y lo sencillo. Un lenguaje que se pasea entre lo erudito y lo coloquial, y que tiene el don de deleitarme. Imagino de las personas que asumen un hábito que les ofrece éxito, saben que lo que hacen es digno de exhibirse, y estiman el nivel de aceptación que su obra pueda conseguir. Yo siento que estoy ante una gran escritora, que ha marcado y seguirá dejando una huella imborrable, y es un honor para mi haberte tenido como mi amiga en esta vida. Disfruto inmensamente tus publicaciones.Me encanta terminar el año con éste obsequio que nos haces, con la expectativa de lo que continúa para ligar los periodos temporales de los cambios anuales. Te deseo un muy feliz año, con un abrazo estrecho de corazones unidos. Te quiero mucho.
Mi muy querido Oswaldo: tus comentarios me hacen reflexionar sobre mi escritura, que cada vez me tomo más en serio. Digamos que escribo porque no puedo dejar de hacerlo, porque es mi manera de conectarme con el mundo. Y cada vez creo más firmemente que somos seres de conexión. Y sí, la escritura es un oficio y hay que trabajar con la palabra, encontrar una voz y seguir buscando. No sé si dejaré huella; no importa. ¡Tengo un caro lector! Todo lo bueno para ti también. ¡Gracias por tus palabras y tu apoyo!
Querida Fanny,
Me encantó leer tu entrada de blog durante sábado. Para mí siempre hay algo lejano y al mismo tiempo cercano en tus historias. Tu escritura también me abre nuevas ventanas culturales. Por ejemplo, necesitaba buscar el significado de «al rabo de cochino» y llegué a «Cien años de soledad» de Gabriel Gracía Márquez que escribió sobre la creencia de que los hijos de familiares nacen con rabo de cerdo.
Muchas gracias Fanny, por ayudarme a llegar a otros lugares y otros estilos de vida. Un abrazo grande, Carmít
Querida Carmit: siempre es una alegría y un placer leer tus comentarios. Me emociona tu manera de entender mis textos y mucho más que mi escritura pueda abrir «nuevas ventanas culturales». Como hemos hablado, creo que la escritura del yo, el «watashi», tiene esa magia para el lector, lejanía y cercanía, porque al fin y al cabo somos humanos.
¡Gracias por tu visita!
Querida Fanny, Tus escritos sobre tu infancia están lejos de mí porque nunca ha visitado sudamérica (Es mi sueño visitarlo algún día) pero yo sé sobre el matrimonio entre miembros de la familia porque mis abuelos venían de Yemen y el matrimonio entre primos era común en la comunidad judía de allí. Yo sé, por ejemplo, que un primo de mi padre se casó con la hija de su hermana mayor (su sobrina). Hoy en día suena triste pero, para ellos era una forma de mantener las tradiciones y mantener intacta a la comunidad. Sin embargo, sospecho que, incluso en eso tiempo, hace 80 años y más, no era algo muy popular entre todos los judíos porque no había matrimonio entre primos en la familia de mi madre e incluso recuerdo que mi abuela materna me dijo con orgullo que conoció y se anamoró con mi abuelo en el mercado de Eden cuando tenía 16 años (Vejez para casarse en esa época en Yemen).
¡Me encantó esta histora de familia, Carmit! ¡Creo que tienes que escribir!