
Los días pasan como copias uno de otro, excepto por algunas nuevas reglas. Sigo intentando llegar al mínimo requerido pero no lo logro. Al menos ahora casi no me equivoco, si bien alguna que otra vez todavía envío un paquete a un pueblo con un nombre de calle, o al contrario.
Intento también ejercitar la memoria, aunque no sea necesario. Comienzo a reconocer los códigos de pueblos remotos. Hay un lugar en particular en el que todo el mundo parece comprar en línea. O quizás algún algoritmo hace que me toquen tantos paquetes para el mismo sitio. Por los nombres de los compradores, supongo que es una aldea árabe, y supongo también que no hay tiendas ni centros comerciales y por eso lo compran casi todo en línea. O quizás el hecho de vivir en una aldea despierte las ganas de más, la ilusión de que a través de comprar en línea tocamos otras partes del mundo.
¿Qué hay tras cada compra?, se pregunta mi lado imaginativo, ese que no puede descansar ni siquiera mientras trata de lograr el número mínimo de paquetes requeridos por hora. Me imagino la cara de los compradores y les invento historias. Algunas veces llegan envíos caros. Una de las nuevas reglas es marcar con un código especial los valorados en más de 75 dólares, que deben pagar impuestos.
Cuando veo un paquete gigante me imagino que es un traje de fiesta. O trajes para toda la familia. Me gusta la idea de sentirme parte de una celebración. Siento que eso me vincula a un propósito mayor. Y en el momento que tengo ese pensamiento sé que estoy cercana a la rendición, que he comenzado a aceptar la ilusión de reto que es tener un trabajo gris con un sueldo aún más gris, pero al menos “algo”. Y ese algo es sinónimo de no hacer un esfuerzo mayor. Es lo que pasa con este tipo de trabajo, que va acabando con tu voluntad de querer más. Te vas acomodando, te vas acostumbrando.
La mañana que decidí dejar el trabajo en el correo no había sucedido nada especial, ninguna señal, ninguna frustración particular que me empujara. Simplemente entendí que no me iba a permitir acomodarme en la vida, que no quería permanecer en un lugar que es una cárcel para algunos.
Esa noche me despedí de algunas compañeras, y como siempre que uno deja un trabajo, nos prometimos estar en contacto. No ha sucedido. No sucederá. Uno de estos días me encontré a un excompañero, parte de los hombres que cargan los paquetes, pero ese es otro lado de la historia que quizás nunca llegue a contar. Me dijo que durante el confinamiento 800 trabajadores habían perdido su empleo.
Ahora pienso en “mis” compradores. Tendrán que esperar. Tendrán que acostumbrarse, como el resto de nosotros, a que el mundo puede cambiar de un día para otro, especialmente un mundo donde casi todo viene de China.
Recuerdo la frustración de mi excompañera de trabajo con tantas compras inútiles. Quizás se esté preguntando si después de todo la vida le dio la razón, o si uno no debería desear mucho algo porque se le puede cumplir. Lo siento por esos trabajadores que creyeron que por fin habían encontrado su lugar en el mundo, y se esforzaron por cumplir las reglas. Me alegro por mí, porque el no acomodarse algunas veces trae sus luces. También esto es para bien, espero.
Por Fanny Díaz






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