Arroz con leche me quiero casar con una viudita de la capital
Que sepa que sepa tejer, que sepa bordar, que ponga la mesa en su santo lugar
Contigo sí, contigo no, contigo mi vida me casaré yo.
Alguna vez leí que una taza de arroz con leche encierra todo el amor y la paciencia de quien lo preparó, y más aún, es una metáfora de la entrega. Tan elevada, que luego de comer arroz con leche preparado por una muchacha llamada Sujata, Siddhārtha Gautama entendió la inutilidad de mortificar el cuerpo para llegar a la iluminación.
Como casi todo en la vida, el secreto está en la alegría que se ponga al cocinarlo. En verdad no hay secretos, dice una de mis tías afectas a preparar arroz con leche para toda la familia, solo cuidar que no quede duro ni se “pase”. Y eso se logra únicamente con dedicación. Con cuidados. Nada de ocuparse de asuntos que puedan esperar, y dejar el arroz cocinándose solo. No. Hay que removerlo casi constantemente. Ese es el secreto. Esmero.
Vaya esperanza, se diría. Contigo sí, contigo no. Alegría, atenciones y sobre todo perseverancia. Ningún valor acorde con una vida a alta velocidad. Por eso el arroz con leche casero es ya un postre del pasado, de las tías, de las abuelas, de aquellas mujeres a las que el tiempo les tenía sin cuidado, siempre y cuando fuera dedicado a sus seres queridos.
No me atrevo a mostrarme nostálgica, a decir que ellas estaban en lo cierto, que quienes dedican su vida a los afectos han hecho la elección correcta. Tampoco lo contrario. Cada quien vive su propia circunstancia, y debe hacer la elección que le toque o la que pueda. Quizá por eso resulte tan tentador preguntarse qué sería del mundo, y de uno mismo en particular, si alguna vez se detuviera, o se hubiera detenido, a preparar una taza de arroz con leche para alguien especial.