Eso del amor es una cosa complicada, y por lo visto ha sido así por los siglos de los siglos. Al menos en occidente, donde la historia parece haber estado sujeta a los designios del romance, o la pasión, que para el caso da lo mismo. Detrás de cada reinado o gobierno influyente hay casi siempre una historia pasional que le da forma, una pareja que se acerca o se separa en aras del poder, una mujer o un hombre abandonados en nombre de más altos ideales.
Según nos han hecho saber desde Freud hasta hoy, el amor es una de nuestras pulsiones primarias. No es de extrañarnos entonces que este ocupe tanto espacio y anhelos en nuestras vidas. La mayoría somos capaces de justificar nuestras acciones, por elevadas o viles que lleguen a ser, en nombre del amor. Algunos se conforman con un amor cortado a la medida, como por ejemplo un matrimonio tibio, confiados en que la gente aprende a quererse gracias a la convivencia cotidiana. Otros llegan a atribuir a la consecución del amor universal, genérico, sin rostro, el propósito de toda una vida, con frecuencia como meta espiritual. Por fortuna, hay para escoger según el deseo individual.
Admiro a quienes se adhieren a nociones espirituales del amor, o a la espiritualidad del amor, que quizá sean cosas distintas, pero a mí me cuesta percibirlo. Acaso porque el amor físico, cuando viene acompañado de una intención de abrirse al otro, se me antoja en sí mismo una vía a lo espiritual.
Podría ser también porque mi tendencia al drama me inclina a ver en las historias de amor y pasión una necesaria sal de la vida. Alguien podrá objetar que ese tipo de amor es propiedad de Carmen y que esta murió asesinada por un Don José que nunca entendió el arrebato amoroso. Y precisamente ahí quería llegar. Puesto que nadie puede dar una definición del ‘amor adecuado’, y la pasión es con frecuencia efímera, la mayoría debemos decidirnos por el amor como llegue; más Don José que Carmen.
Sin embargo, ¿qué sería de nosotros sin esas grandes pasiones, arrebatadoras, que han inspirado tantas obras de arte? ¿Qué haríamos sin un despecho trocado en bolero o tango? ¿Adónde iría a parar el romance si, como dicta una nueva espiritualidad, deberíamos aspirar al amor sin apegos, por la humanidad, así en genérico? ¿Tendríamos alguna obra de arte si todos los amores fueran resultado de la convivencia? Justamente por eso tampoco me gustan las historias de amor que terminan convertidas en sanas amistades, como si esa metamorfosis las excusara de lo que pudo haber sido. Como si el deslastrarlas del pasado las despojara de cualquier traza de la debilidad que da el sentimentalismo.
No abogo por la enemistad entre examantes, mi incivilidad no llega a tanto, sino por al menos un resquicio de sano apasionamiento tras el declive. Sin crímenes pasionales, no faltaba más, pero tampoco sin ese amor aséptico, sin rostro, que persiguen los gurús. Vamos a perder tanta compostura, tanta pretensión de trascendencia. No somos santos.
Fanny Díaz
Imagen: Adi Sened
(artista israelí)