Acabo de cumplir años. Muchos más de los que nunca imaginé que viviría, si hablo desde la ya lejana juventud, cuando todo futuro parece remoto. He llegado a esa etapa en que los años no se nombran. Sin edad, sin cuenta.
Cumplir años se ha vuelto sinónimo de “estás igualita, por ti no pasan los años”, dudoso halago que suele contrarrestarse con la fórmula “soy mayor pero de espíritu joven”. Es decir, potencial candidato al bótox físico y mental. Yo, sin embargo, me he sentido vieja desde siempre.
Temprano en la vida comencé a sentir el peso de la vejez y simultáneamente a jugar con la idea de la juventud eterna, lo cual solo puede lograrse si uno muere joven. Mi inspiración existencial fue durante mucho tiempo el escritor Yukio Mishima, quien pensaba que el cielo de nuestros días debía ser horrible porque hoy la gente vive demasiado. Pero, como es de suponerse, morir joven en estos tiempos es una gesta inalcanzable para la mayoría, si se carece de la extrema voluntad de Mishima. Y aquí estoy, convertida en una mujer de cierta edad.
¿Qué hace alguien con alma vieja cuando llega a este cruce de caminos entre lo que fue y lo que aún podría ser? Aunque mis amigos digan que estoy igualita (no sé a cuál período de mi vida pero igualita), soy mayor y tengo un espíritu acorde. ¿Qué hay de terrible en aceptar que el tiempo ha pasado, que muchas veces hay nostalgia, que muchas otras quisieras regresar y un sin fin más ir hacia delante? ¿Hemos olvidado que cada época tiene sus propios viejos y que serlo hoy no equivale a estar perdido en el mundo que nos tocó vivir? ¿Es la vejez una falla de carácter cuyo remedio debe ser la imitación de los más jóvenes?
He decidido aceptar que cada edad tiene su turno, que no fui una buena alumna de Mishima. No es una filosofía de vida. Es aceptar lo inevitable, sin pretensiones, sin romantizaciones ni de épocas ya vividas ni de las por vivir. Es más bien no perder el hábito de mirar el mundo con los ojos de lo nuevo, y lo nuevo es esta edad.