Hay gente que necesita ir de un lugar a otro. Que nunca parece estar cómoda en un solo sitio. Buscan afuera algo, no saben qué, imposible de encontrar dentro de sí. Desde temprano en la vida esa gente emprende el éxodo, explícito o encubierto. Sin saber exactamente adónde se dirigen, porque precisamente la idea no es el destino sino el viaje, su existencia se convierte en la búsqueda de ese lugar mítico donde finalmente estarán contentos.
Soy una de ellas. La errancia le viene bien a mi espíritu. Me gusta esa sensación de estar de paso, de ser tan verdaderamente uno contigo mismo que ya el entorno deje de importar. ¿O es más bien que el viaje produce ese milagro? Estar solo frente a tu historia. Desnudo ante ti mismo. De pronto todas las piezas de tu vida comienzan a encajar por obra de una calle desconocida.
El solo pensamiento de poner en una maleta esas cosas que por el momento se consideran imprescindibles, de cruzar una frontera, pasaporte en mano y cabeza en alto, despierta en mí una corriente de adrenalina. Creo que los días más efervescentes de mi vida son esos previos a un viaje y esos pocos que siguen a un regreso, cuando uno se despierta en la madrugada sin saber bien dónde se encuentra.
En los días previos uno se desliza por la cotidianidad como si ya cualquier contrariedad fuera solo una mueca, simbólica por lo demás, de una rutina que se está a punto de abandonar para siempre. Aunque el viaje dure apenas el tiempo necesario para sentir el cambio. Al regreso algo habrá cambiado dentro de uno. De ahora en adelante jamás será el mismo. Aunque no sea de esos que cuentan los viajes una y otra vez, aunque cada anécdota se repita en solitario como un documental demasiado visto, de ahora en adelante esa calle desconocida será un refugio, aquel cafecito en el que solía sentarse Sartre se habrá convertido en el escondite perfecto para cuando la inmediatez parezca secuestrar los sueños. De pronto, el mundo es un mejor lugar para estar.