A Caracas, mi ciudad en llamas.
La calle oscila entre dos extremos de la vida: muerte y sexo. En una esquina la funeraria, siempre llena de personas con cara de deber, la mayoría de las veces disimulada con lentes oscuros. En otra, las mujeres se ofrecen a todas horas, especialmente al mediodía, por extraño que pueda sonar.
A ellas casi nadie las mira. Son parte del paisaje. Un poste, una hoja, o quizás menos… Sólo el dueño del quiosco vecino parece tolerarlas, con una intimidad que probablemente viene de la vecindad diaria. Apenas los taxistas, sus principales clientes, parecen deparar en las diferencias entre cada una. Al caer la tarde la mayoría desaparece, aunque algunas noches se escuchan por ahí, gritando a todo gañote palabras que el resto del mundo quizás no se atrevería a pronunciar ni en secreto.
Al otro lado hay un parque casi abandonado por donde dueños de perros caminan a casi todas horas. Por alguna razón, no necesariamente objetiva, el lugar me recuerda otras calles. Será por los restos de lo que alguna vez fue una reja, o por los árboles que parecen desafiar la inclemencia del descuido… O por cualquier otra cosa imposible de asir.
Lo mejor de la calle son los árboles, una larga fila de gigantes que en abril y mayo cubren el suelo de florecitas blancas. Algún urbanizador poeta sembró la ciudad de caobos, para que al menos por un tiempo sea imposible quitarle su título de sucursal del cielo.
Hacia arriba, la calle recuerda un centro de pueblo: con sus abastos “atendidos por su propio dueño”, sus asiduos de la esquina y sus indigentes, siempre confiados en la generosidad de los vecinos. Quien pase más de cuatro veces por una de esas calles, ya se hará un personaje de “por ahí”, porque no es tan fácil librarse de la gravedad de los modales parroquianos.
En los días de pascuas judías, los hombres y sus hijos, severamente vestidos, caminan a sus lugares de encuentro. La alegría de los viejos con kipá calma la angustia del desencuentro: abuelo, padre e hijo caminan juntos unas cuantas veces al año. Mirándolos, uno siente que para alguien, por un momento siquiera, la vida tiene un propósito establecido. Por entre los materos acostumbrados a la intemperie se puede ver la calle teñida de verde casi todo el año. Una calle es una calle es una calle. Esta calle.
Por Fanny Díaz
Hola Fanny! Gracias, me encantó. Abrazo, Marcos.
Hola, mi querido Marcos. Gracias por el honor de tenerte por aquí y más aún por tu generoso comentario. Espero que regreses con frecuencia.