La mayoría de nosotros estábamos demasiado pequeños cuando leímos nuestro primer libro, de manera que apenas tendremos algún recuerdo de cómo o quiénes éramos hasta entonces –si pudiera decirse que éramos algo– y de qué forma aquellas páginas torcieron el posible recorrido que se nos abría a la vista. Si tuvimos suerte (o nos dejamos llevar), aquel primer libro nos mostró una rendija a mundos que los años no han hecho más que multiplicar; pasadizos secretos luego transformados en vivencias propias, como si la tinta trasvasara una experiencia sin necesidad de haberla vivido.
A veces me pregunto de qué modo aquellos primeros libros modelaron una manera personal de ver el mundo, y cómo siguen ahí sin percatarnos: casi todos conocemos a alguien cuyo primer amor tenía la cara de un personaje de novela o que todavía utiliza frases que aprendió cuando apenas podía juntar unas cuantas sílabas para formar palabras, oraciones, sentidos.
Tengo una sospecha: si hoy un libro significa algo en nuestras vidas probablemente se lo debemos a aquel o aquellos primeros encuentros, no importa que no recordemos bien cuáles fueron. Quizás fue uno de aventuras, en el que un niño llamado Tom Sawyer y sus amigos le descomponen la vida a media humanidad a fuerza de escapadas; o alguno en el que el investigador consigue burlar al inteligente asesino, que nunca más vuelve a salirse con la suya. También pudo haber sido El Quijote en versión infantil; o las inagotables historias de El Tesoro de la Juventud, aquella colección en la que todos los tíos aprendieron a leer correctamente y que la abuela guardó con diligencia “para los que vienen después” –entre los cuales, para fortuna nuestra, estuvimos. Esos primeros libros, ingenuos como debían ser, habitan nuestra memoria cual viejos amigos que regresan de vez en cuando, o mejor aún, a los que regresamos como a un “barrio de infancia”, siempre cambiante, siempre conocido.
Hay gente que compara la lectura con un viaje; para otros, un libro es un compañero de camino, que parece similar pero no lo es. Para muchos más –entre los que me cuento– un libro es un puerto seguro, un lugar donde guarecerse cuando todo lo demás falla, aunque por supuesto no sea la única ocasión en que acudimos a ellos. Cada vez que me he sentido a la deriva, las páginas de un libro me han rescatado sin pedir mucho a cambio (lo cual no significa que un libro sustituye a los amigos, sino que forma parte de ellos). Pero abrir un libro también puede ser un riesgo: “Un día leí un libro y toda mi vida cambió” cuenta Osman, el protagonista de La vida nueva, de Orhan Pamuk. Y aunque no sea este el caso de la mayoría de los mortales, nunca se sabe si el encuentro con una frase entre miles nos enfile hacia un cambio de vida. ¿Será por eso que hay tanta gente que teme a los libros?
Tengo la fantasía de que aun aquellos para quienes leer puede llegar a ser una tarea o casi un estorbo, alguna vez en su vida han encontrado una palabra convertida en luz en las páginas de algún libro.
En los últimos tiempos he estado pensando si lo que más me interesa es la lectura o el libro. Me contesto que ambos: las páginas de un libro, el olor a tinta, su delicada arquitectura son sensaciones casi estéticas; el arquetipo de lectura que casi todos tenemos. Sin embargo, no me da miedo que el libro deje de ser, que los niños del mañana no tengan esos encuentros que tuvimos los que llegamos antes. Cada año se publican más alrededor del mundo y aquí o allá o más acá espera ese libro con esa frase que puede cortar la vida en dos. Me digo que, sin importar cómo ni dónde, lo verdaderamente importante es la palabra, que nombra, que crea mundos, que nos conduce por pasajes desconocidos y casi siempre benévolos. Leer: libros, revistas, internet… Pero, claro, sigo pensando que si al abrir un libro ese olor a tinta te vuelve a aquellas primeras líneas que forjaron una vida de búsqueda, si un domingo fastidioso sus páginas te rescatan de ti mismo, entonces esa larga marcha hasta hoy que es la vida de cada uno habrá tenido un sentido… para siempre en buena compañía.
Fanny Díaz
A los 5 años aprendí a leer, en la escuela me sentía diferente porque tenía que deletrear palabras que ya dominaba. Mi padre nos compró un diccionario ilustrado y era tarea diaria leer la prensa e interpretar el párrafo leído, ubicar en el diccionario las palabras que no entendíamos y dar la explicación correspondiente. Mi primer libro (que lo devoré) fue Las Mil Y Una Noches, lo encontré en un hermoso estante de madera pintado en azul turquesa (color favorito de mi papá) allí había un montón de libros y yo agarré el más gordo. Estábamos en un pequeño campo donde pasábamos las vacaciones escolares, mis padres tenían un potrero y algunas vacas (Las Cocuizas) y allí comenzó mi pasión por la lectura; leí ese libro completo, de día y de noche, a la luz de una vela o de una lámpara de gasoil que mi papi pidió por correo a Estados Unidos (se podía fácilmente) o una artesanal de kerosene, que me dejaba el hollín en la nariz (no había electricidad) y hasta atrapé muchos cocuyos dentro de un frasco para ver si podía tener una lámpara. Recuerdo casi todos los cuentos del libro y de vez en cuando lo vuelvo a leer porque me trae a la memoria una época de sueños y libertad sin fin… niñez feliz. Gracias Fanny…
Querida Ali: ¡Qué cuento tan bello! Qué suerte que hayamos crecido en casas llenas de libros. No todo el mundo la tuvo. Además escribes muy bien. Sigue, sigue escribiendo.
¡Gracias por la visita!