Vestido de impecable pantalón y chaqueta de lino beige con zapatos de cuero, lo vi abrirse paso en el desfile de chancletas de baño que es Tel Aviv en verano. Su color de piel, el más oscuro que había visto hasta entonces, fue mi primer encuentro con la representación física de una expresión que solo le había escuchado a mi abuelo en una de nuestras conversaciones sobre la historia familiar: negro azul. La frase, que había quedado grabada en algún lugar de la memoria, resurgió con la aparición de aquel hombre que caminaba como si bajo sus pies el asfalto no estuviera a punto de derretirse con el sol mediterráneo.
Alguna vez mi abuelo materno me contó que su abuelo, es decir mi tatarabuelo, era un negro negrísimo. La gente decía que era de Trinidad porque en nuestra región no hay negros azules, pero nadie supo nunca de dónde era, ni siquiera quién era. Tampoco se supo jamás cómo su abuela la señora Bello, segura descendiente de constructores de iglesias españoles y probable pariente de don Andrés Bello, según la fe de mi abuelo en el árbol genealógico familiar, había salido embarazada de aquel hombre. Por eso mi bisabuela era negra, “no tan negra pero negra”. Y por eso de vez en cuando algún niño de nuestra familia sale con piel oscura. La gente los llama salto atrás, pero todos sabemos que en verdad no es salto ni mucho menos atrás.
La historia de mi tatarabuelo de origen desconocido siempre se me hizo una leyenda remota hasta que una famosa especialista en asuntos étnicos me aclaró que a pesar de las apariencias en verdad soy negra, que la mayor parte de mis facciones son de negro, y que el pelo bueno solo dice que tengo un gen indio cercano por ahí. Su espontánea lectura genética sería corroborada por un indígena pumé que mi compañera de apartamento estudiante de antropología trajo un día a casa. “Ella no es pumé”, determinó el hombre sin ningún atisbo de duda, mientras miraba asombrado a los chinos del barrio y exclamaba “¡Cuántos pumé hay aquí!”. Así quedó establecido para mi propio consumo que es completamente descabellado, por inútil, aspirar a pertenencias étnicas cuando se ha nacido en un país de mestizos.
En estos días volví a encontrarme con la expresión negro azul en la novela God Help the Child de Toni Morrison. La protagonista es rechazada por su madre al nacer debido a su color de piel negro sudanés, como aquel hombre de Tel Aviv. Al ser una negra clara, para aquella mujer era inadmisible haber concebido una niña oscura. El padre, también de tez negra clara, las abandonó poco meses después, convencido de haber sido engañado. La única explicación posible, reflexiona la mujer, es que la niña fuera un salto atrás.
Desde esta orilla del mundo, donde las castas son otras, las Américas y su lenguaje sacado de leyes coloniales suelen parecer remotos. Paradójicamente, fue aquí donde por primera vez vi pasar a la personificación de mi tatarabuelo al que nadie conoció.
Fanny Díaz
Ilustración cortesía pixabay.com






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