Nueva York, enero de 1993

Venía caminando por la Séptima avenida hacia el sur, los hombros encogidos por el frío y las manos en los bolsillos del abrigo, a pesar de llevar guantes. Era invierno —uno de esos días de invierno soleados, espléndidos— y acababa de pasar frente al Carnegie Hall, esa joya de ladrillo rojo donde el arte se representa con luces y pianos de cola.

Una limusina blanca, impoluta, se detuvo al frente. El chofer se bajó y dio la vuelta para abrirle la puerta a una rubia que, envuelta en un abrigo muy peludo y también blanco, primero sacó una pierna con un pie muy entaconado en rojo. Una imagen cinematográfica.

Antes de cruzar la calle en mi camino hacia el sur de Manhattan, del otro lado de la calle, estaba el Park Central Hotel. El portero de uniforme, las maletas rodando sobre alfombras discretas. Todo en orden. Todo elegante. Todo como debe ser.

Pero allí, justo en la esquina de la 55 con la Séptima, de pie sobre la acera helada, una mujer negra temblaba. No tenía abrigo. No tenía zapatos. Solo una bolsa de basura negra hacía de vestido, rota por los costados, colgando sobre sus hombros como una camisa de urgencia o un impermeable improvisado.

Temblaba. Tiritaba con violencia…

Tuve que detenerme en seco y mirar hacia otro lado. Sentí que el mundo se detenía. No podía creerlo. Hacía solo unos minutos el lujo y el glamour se había bajado de una limo. Hacía solo unos minutos había presenciado una escena como la habría protagonizado Marilyn Monroe.

¿Cómo podían convivir tanta miseria frente a tanto lujo a pocos metros de distancia? ¿Cómo era posible que a unos cuantos pasos de donde se afinaban violines y se brindaba con champán hubiera una mujer que apenas tenía piel entre su alma y el invierno?

No sabía qué hacer. Nadie sabría.

Los taxis pasaban. Los transeúntes pasaban… Y esa imagen —el Carnegie Hall a la espalda, la limusina ya se habría ido, la rubia ya habría entrado, el hotel de cuatro estrellas al frente, y aquella representación de la máxima miseria allí, entre ambos— queda como un tatuaje indeleble en el ánimo de cualquiera.

Era la ciudad resumida en una escena: brillante, cruel, magnífica y brutal.  Ese día aprendí que Nueva York tiene esa extraordinaria habilidad de mostrarte simultáneamente y en estéreo sus mejores virtudes y sus peores defectos, porque hay imágenes que no se olvidan porque te dejan frío… mucho después de que el invierno se ha ido.