No recuerdo qué edad tenía cuando escuché por primera vez a aquella mujer –bastante mayor que yo– decir que «si el precio para que la mujer dejara de ser una esclava era la destrucción de la familia, bien pagado estaba». Fue también la primera vez que tomé conciencia de cuán rotas estábamos las mujeres de mi generación, atrapadas entre el adoctrinamiento de la nueva mujer y el deseo de crear una familia. No entre ser profesionales y amas de casa, como se cree, sino entre concentrarnos en subir lo que entonces llamaban escalera corporativa y el crear una familia equilibrada.

Al final, muchas de nosotras nunca pudimos resolver la escisión. Alguna que otra se espabiló y se casó con más racionalidad que amor –como debería ser, digo yo–. Otras salieron embarazadas «solas», en el idioma de las tías, como si se hubieran preñado a sí mismas, porque en la mayoría de los casos el padre del niño era desconocido. Muchas nos quedamos solas, sin darnos cuenta, hasta que fue demasiado tarde, de que nos habían mentido, que las mujeres no pueden tenerlo todo. De hecho, nadie puede tenerlo todo, pero ese es otro tema.

Hoy, bastantes décadas después, el asunto está en el tapete más que nunca. Como durante este tiempo las mujeres seguimos empujando los límites, con el ardor de lo recién descubierto que poco a poco se convierte en inercia, hemos llegado a extremos todavía más caricaturescos que la destrucción de la familia como pago justo.

Usamos palabras como «empoderamiento» para definir un abanico casi infinito de temeridades, que van desde el aborto como anticonceptivo hasta tener sexo con mil tipos en doce horas. Extremos que nada tienen que ver con el derecho al alma, que de ahí venimos.

Y como todo extremo produce sus propios antídotos extremosos, en medio de estos capítulos aparece el movimiento Red Pill o Píldora Roja, el llamado «nuevo capítulo en la batalla de los sexos». Por supuesto, en toda ideología –aun aquellas más extremas– hay una base de verdad.

Hay incluso un mercado de nuevos gurús que se dedican a vender cursos que prometen enseñarles a los hombres a desconectarse de la mátrix (de ahí lo de píldora roja) y darles el conocimiento para domar la desbocada feminidad del siglo XXI.

El lenguaje es fascinante, por decir lo menos. Hablan del muro de las mujeres, de nunca salir con una mujer mayor de 25, de la capacidad de fertilidad infinita de los hombres, lo que los hace superiores en todos los aspectos, la burla contra mujeres «mayores» –es decir, de 30 en adelante– que trabajan, pues asumen que lo hacen porque no tienen un proveedor. En fin, que los bisabuelos de cualquier pueblito estarían orgullosos de este revival. No en vano uno de los más reconocidos defensores del movimiento Red Pill viene de Polonia, un lugar donde la pobreza de las mujeres ha sido tema de discusión por décadas.

Habría que preguntarles si de verdad creen que el «antídoto» contra el desequilibrio entre hombres y mujeres es volver al siglo XIX, a la discusión sobre la naturaleza de la mujer y su jerarquía en la sociedad. ¿De verdad crees que lo contrario a ser socios en la mejora del mundo es que la mujer vuelva a ser obediente a su dueño? «Sumisa»  es la palabra que usan.

No los culpo. Creo que todo esto no es más que mercadeo de cursos y asesorías en cómo actuar en la peor versión de los bisabuelos.

Pero el antídoto contra los extremismos no es otro extremismo, sino el hacer concesiones para llegar a un punto medio en que ambos ganen. El conocido ganar-ganar del siglo XX, quién lo diría. Por eso el movimiento Red Pill no pasa de ser una reacción enconada al llamado feminismo de cualquier ola. Quiere volver a un hipotético pasado paradisíaco, ya perdido porque quizás nunca existió.

Primero habría que entender que la vuelta sería imposible, tanto en términos individuales, como sociales, y sobre todo prácticos. Nuestros estándares contemporáneos desaparecerían casi instantáneamente si decidimos confinar a su casa a la mitad de la población, negarles el derecho a decidir si quieren ser profesionales o no, y en general participar en el devenir de la sociedad. Sin más consideraciones éticas, solo sociales y económicas.

Así que no, gurús reactivos del Red Pill, no hay manera de volver atrás. Todo lo que podemos hacer es crear un espacio de diálogo, de entendimiento, de concesiones de ambos lados, y sobre todo de respeto. Empezar a ver al otro como un ser humano, más allá de su género, y entender que al fin y al cabo somos socios en este negocio de la vida. En el judaísmo consideramos que el tikún haolam, «remendar el mundo», es el sentido de la vida. Es el viaje de vivir. Y no se supone que este viaje se haga solo o durmiendo con el enemigo.

Por Fanny Díaz

No podía decirse que aquello fuese exactamente una cita a ciegas porque Wendy había visto una fotografía de Lenning Halleck, el escritor, en la solapa de uno de sus libros. El libro se titulaba Vovov Suggs y era la historia de un habitante de Bromma que resultaba ganador de la lotería intergaláctica y por un error administrativo acababa trabajando de oficinista en un planeta en el que los dinosaurios habían evolucionado hasta el punto de convertirse también ellos en aburridos oficinistas.

Laura Fernández, Hombres por Correo Lohmann

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