“De lo bueno, si poco, dos veces bueno” reza uno de los aforismos, quizás el más conocido, de Baltazar Gracián. Y no por casualidad: casi en cualquier aspecto de la vida el exceso de algo puede llegar a distorsionar su esencia, incluso de aquello que a primera vista pareciera “no sobrar nunca”. O para decirlo con mayor claridad, una virtud llevada al extremo termina por convertirse en una amenaza, no sólo para el “virtuoso”, sino también –y muy especialmente– para quienes lo rodean.
Tomemos por ejemplo la virtud del orden, una de las cualidades más apreciadas por las mujeres a la hora de escoger a la persona con la que se compartirá dormitorio, cocina y baño. Sin embargo, si en la cotidianidad esto se traduce en una persecución de trapo y lejía en mano, habrá desaparecido la virtud para convertirse en un vulgar acoso. Casos como éste sobran: demasiado amor puede llegar a traducirse en asfixia, demasiada puntualidad en imposición, demasiada atención a la salud en fanatismo, y pare de contar.
Últimamente estas imágenes, a ratos dantescas, me asaltan cada vez que encuentro a alguien que se ha tomado demasiado en serio la encomiable misión de “cuidar el habla”. Debo admitir, para no ser hipócrita, que desde que apareció esta tendencia me anoté entusiasmada en sus filas de seguidores. Para alguien como yo, que ama la palabra y cree a pie juntillas en su poder creador, sonaba obvio aquello de vigilar cómo “nombras el (tu) mundo”. Después de todo, no hay nada más destructivo que la gente quejicosa o que manifiesta su necesidad de llamar la atención a través de la autodenigración sin ton ni son, siempre con la mayor gravedad posible. Hasta ahí todo iba a la perfección. El entusiasmo desapareció, muy a mi pesar, cuando mi natural tendencia a hacer bromas de casi todo en la vida se topó con el axioma cardinal de esta corriente: “El universo no sabe de bromas”, que es como decir que de ahora en adelante vivimos en un mundo donde el humor ha quedado proscrito, si en verdad queremos que nuestra realidad se corresponda con nuestros deseos (una pretensión ya de por sí cuestionable, pero que no viene al caso comentar esta vez).
Que la palabra tiene poder, nadie lo discute. Pero ¿realmente hay que tomárselo tan en serio? Creo que cuando se ha perdido la capacidad de apreciar lo gracioso de cualquier momento, incluso aquel que sólo puede revisarse con ligereza pasado el tiempo; cuando ya se es incapaz de capturar la ironía presente en nuestros propios errores; cuando se ha ahogado ese chispazo de sarcasmo ante la insólita cotidianidad que nos toca vivir, hemos perdido también la posibilidad de estar de buenas con la vida. No importa cuán loables sean las intenciones que nos hayan llevado hasta ahí.
Un buen chiste (y algunas veces incluso uno malo), una ironía a tiempo o un juego de palabras que desvíen la gravedad de una situación pueden ser ese chasquido mágico que traiga de vuelta la levedad de vivir, que al fin y al cabo debería ser el fin último de cada quien en estos tiempos tumultuosos. Lo otro, tomarse en serio cada palabra y no permitirse la más mínima burla, y además asumir que el universo no tiene capacidad de percibir una humorada, es instalar la solemnidad en lo cotidiano. Tomarse tan en serio a uno mismo y su instante que ya no haya lugar para el asombro, ¿o qué otra cosa es una buena carcajada, sino haber logrado entrever lo sorprendente en lo ordinario? Por eso con frecuencia se dice que un requisito para el humor es la inteligencia (y que conste, no hay en esta última frase ni el más mínimo rastro de ironía, créase o no).
Si a esta tendencia a tomarse todo lo que decimos al pie de la letra agregamos el lenguaje políticamente correcto, que exige hablar con eufemismos de cuanto pueda resultar embarazoso y torna en “pecado lingüístico” todo lo que alguna vez pudo ser motivo de chanza, terminaremos por quedarnos callados. Sumidos en la gravedad. Que “el sabio calla”, diría alguien solemne; a mí me parece más bien que “el que calla otorga”, y no seré yo quien otorgue que fuimos puestos en un mundo sin humor y por lo tanto carente de inteligencia. Además, pocos silencios son cómodos o liberadores. Para ponerse de buenas con la vida, nada mejor que una carcajada. Eso sí, a tono con Gracián, mejor dosificarla, para hacerla dos veces buena.
Fanny Díaz