Alguien descubre que se ha convertido en una mujer “de cierta edad” cuando, según una experta en el tema, una mañana se sorprende frente al espejo estirándose la cara, con dedos impacientes, que no pueden conservar el efecto más allá de unos pocos segundos. Ese día indagará sobre especialistas, precios, lugares, resultados… convencida de que un lifting no sólo resolverá la angustia mañanera, sino también esa incipiente barriga, los impertinentes “señora” o “doñita” y hasta las negativas del marido a visitar un urólogo. Mirará –o mejor dicho, escrutará– cada mujer a su alrededor, para “descubrir” que eso de estiramientos, inyecciones, hilos y sabrá Dios qué más no le sienta bien a todas.
Al día siguiente ya habrá cambiado de parecer. Pensándolo bien, cuando sonríe esa arruguita le da un toque mundano, habla de los años que ha tenido que transitar para llegar aquí. Será mejor que crea en el milagro sin cirugía que promete esta o aquella crema, o el último aparato de ejercicios faciales. Afortunadamente, esos momentos consigo misma frente al espejo también le recuerdan que no todo lo que va dejando el paso del tiempo merece borrarse. Por ejemplo, están algunos recuerdos, alguna gente, algunos sueños que continúan vivos. Está ella, ahí ante sí misma, dispuesta a tomar decisiones, y mientras alguien esté dispuesto a negociar con la vida hay caminos para conciliarse con lo que ha llegado a ser (arrugas incluidas). Y así andará, un día sí y otro no, hasta que si es lo suficientemente valiente (y puede pagárselo) tomará la decisión de entrar a quirófano… o quedarse con esos pequeños trofeos que ha recibido como veterana de guerra.
Pero sea cual fuera la decisión, aquella mañana algo cambió. Se sabe otra, ha librado quizás una de las más arduas batallas de su vida: tomar conciencia de su propia vulnerabilidad frente al tiempo (porque, admitámoslo, hasta entonces jamás le había pasado por la cabeza la posibilidad de no ser inmortal) y decidirse a vivir en consecuencia. Después del pánico inicial, buena noticia, la mayoría tomamos el mejor camino hacia nosotras mismas y hacia los demás, pues –como dice Kundera– empezamos a dejar atrás esa “edad lírica en la que el hombre es para sí mismo un misterio demasiado grande como para que pueda dedicarse a los misterios que están fuera de él”. Una buena noticia, no hay duda.
Esto, sin embargo, es apenas el comienzo. Aún nos espera otro recorrido: mantener a raya o dejar salir la vieja loca que todas llevamos dentro. De ahora en adelante, junto con las cremas de última generación, la dieta especial, la adhesión a los consejos dominicales del doctor Johnson y por supuesto a los de Chopra, ésta será la verdadera maestría, hasta alcanzar ese maravilloso estadio en que casi todo deja de importar, al que algunas llegan un poco más allá de los sesenta y para otras se convierte en el Santo Grial. En todo caso, se trata de un aprendizaje de largo aliento en el que, según connotados expertos, radica el verdadero secreto de una madurez feliz –o bien llevada, que a estas alturas de la vida es prácticamente lo mismo.
Si bien es hora de salir a quitarse esa pollina que se ha usado ya por veinte años, de comenzar a apreciar a la gente más allá de lo que parece, de encontrar ese estilo perfecto entre “contemporáneo y clásico” que le ha sentado tan magníficamente a todas las grandecitas con punch que conocemos, no es necesario correr a poner la vida patas arriba. Y aunque aún no se ha escrito ningún manual sobre la cuestión, que yo sepa, los que más han vivido —que no por casualidad casi siempre son los que más saben— aconsejan un truco que nunca falla: equilibrio. Si la dejas muy suelta te conviertes tú misma en La Vieja Loca, o cuando mucho en una pavosauria, poco halagüeña especie reconocida por su escasa conciencia de sí misma; si la reprimes demasiado, lejos de conseguir verte más “interesante”, te volverás una señora amargueta, segura candidata a “doñita”. De manera que, repito por si queda alguna duda existencial, de ahora en adelante el principal ejercicio espiritual será aprender cuándo soltar la vieja loca o cuándo tenerla bajo control. ¿Así de simple? Habrá que probar. En ese ancestral juego de soltar y recoger parece que estriba gran parte de la diversión de la vida, ¿por qué, si no, vamos al estadio? Decidir, negociar, soltar, recoger… ¿quién lo diría? El partido apenas empieza. Aún queda mucho camino por recorrer, baby. Por mi parte, para comenzar, he decidido pensar que la mayoría de mis arrugas se deben a la risa. ¿Dejaré por eso de reír?
Fanny Díaz
yo siempre tengo a raya a mi lkoco , o eso creo . Lo dejo libre al subir el telon !
¡Que suba el telón!