Soy de quienes creen que lo privado es un terreno entrañable y ameno que debería aprovecharse al máximo (en privado, por supuesto). La mayoría de los actos humanos, se me antoja, no están “diseñados” para ser públicos sino para ser ejecutados en el estricto terreno de lo personal. Sólo que hemos ido perdiendo el gusto por lo íntimo y nos hemos acomodado a una especie de exhibicionismo colectivo, un perpetuo reality show que nos da licencia para mostrarnos sin la más mínima contención. Admito que la vida de los que dividimos las cosas en “esto sí / esto no” es sumamente primaria y probablemente aburrida, pero qué vamos a hacerle.
Claro que con ideas tan pretenciosas hay sensaciones que quizás jamás llegue a conocer. Tomemos ese misterioso placer de sacarle espinillas en público al otro; un goce totalmente vedado para los que pensamos que hay cosas que no deberían hacerse nunca, y mucho menos cuando alguien nos mira.
La verdad es que una cierta grima (por no decir pudor, una palabra prohibida en estos tiempos) me recorre el cuerpo cada vez que veo a una mujer (la edad no parece importar, según he observado: puede ir de una adolescente a una señora ya entrada en años) exprimiéndole la cara a un hombre, sin nada, sin el consabido algodoncito, y peor aún, frente a los ojos indiferentes y habituados de los vecinos. Digo mujeres, porque nunca he visto el caso contrario: tal pareciera que a los hombres les tienen sin cuidado los puntos negros o cualquier “impureza cutánea” de sus mujeres (y si no es así, se lo guardan muy bien). Son ellas las que se empeñan en ese casi sádico acto de esculcar al otro. Es como si las mujeres no pudiéramos soportar ninguna mácula y nos sentimos en la urgente necesidad de cambiar el estado de todo. Lo curioso es que tampoco he visto a ninguno de ellos protestar, hacer valer sus derechos de tener la piel como les venga en gana, o al menos pedir un poco de intimidad. Sólo esa cara de cordero que ponen denuncia algún sentimiento, hasta ahora totalmente desconocido para mí. Pero dejemos ese aspecto del asunto a un lado, porque ya estamos entrando en el terreno de lo personal, y según hemos sugerido, de lo que se trata es de abogar porque volvamos a tener privacidad.
Cada vez que me topo con la escena (ningún lugar parece salvarse: el cine, las colas del super, el banco, el metro e incluso un día de estos una cena) me vienen unas ganas urgentes de preguntar a qué viene la estripadera. ¡Háblame de ese desconocido placer! ¿Es el acto de limpiar al otro, o es exhibir el poder de limpiar, o es que, acorde con la época, es precisamente en público cuando mejor se detectan las imperfecciones? Sólo que sería verdaderamente inadecuado inmiscuirse en una escena que a nadie le parece extraordinaria, sino a un ser que como yo se empeña en que hay cosas que sí y otras que no, y la mayoría de las que sí, puertas adentro. Pero me parece que de nuevo estoy disgregándome, no consigo ir al grano (y aclaro que la expresión no viene a propósito del tema), no logro cerrar una idea decentemente… Creo que en el fondo sólo quería quejarme de un hábito que se ha tornado en “usanza”, en símbolo de venezolanidad femenina y hasta en demostración de cuidados. O tal vez sólo quería expresar públicamente mi disgusto por cualquier cosa para usar mi cuota de protagonismo de mi propio reality show, para no andar por ahí tan desfasada con los tiempos que corren.
Fanny Díaz