Es definitivo: el tiempo es una de mis fijaciones. Nada original, debo decir; es la misma obsesión de la mayoría. Como nunca antes, casi todo un planeta concuerda en hacer de la búsqueda del tiempo –ese nebuloso ‘material’ del que está hecho el día a día– su mayor esfuerzo colectivo, pues de todos los recursos con los que venimos al mundo, éste pareciera el más escaso, y por lo tanto el más preciado. ‘Necesito más tiempo’, ‘el tiempo no alcanza para nada’, ‘los días se van como un suspiro’ son algunas de las expresiones que usamos cotidianamente para referirnos a este sentimiento de carencia generalizado.
Por paradójico que resulte, esto coincide con las mayores expectativas de vida que ninguna época anterior haya alcanzado jamás, excepto en las historias bíblicas y la mitología. A ratos pareciera que al fin hemos triunfado en una de las más devastadoras –por imposible– batallas humanas: vencer el tiempo. Ya hay estudios que predicen que para la segunda mitad del siglo veintiuno en la mayoría de los países occidentales la expectativa de vida será de 104 años. Pero mientras ganamos tiempo a largo plazo, tenemos la percepción de que el ‘tiempo de bolsillo’ –ese siempre a mano para usar en lo que se nos antoje, o por lo menos así creemos– no nos alcanza. Habría que preguntarse de dónde viene esta percepción: si se trata del humano deseo de tener siempre más, o si precisamente el tener más nos ha atrofiado la capacidad de disfrute.
Quizás, embelesados por esta ‘juventud prolongada’ que los triunfos en la carrera contra el tiempo nos brindan cada vez con mayor generosidad, nos hemos instalado en la vena adolescente de gastar sin miramientos ni previsión. ‘Invertimos’ el tiempo en cosas sin importancia, que no encajan en ningún plan mayor, sin referencias ni límites. Perdemos el tiempo de bolsillo amparados en la ilusión de que siempre habrá más. Así, en nuestros saturados horarios rara vez hay sitio para lo esencial. Sumidos en la urgencia, vivimos, literalmente, a contrarreloj. Y en esa lucha se nos va la vida. Si algún día nos fuera dado mirar hacia atrás, ¿concluiríamos que cada minuto fue bien usado? Ojalá que sí.
Por lo pronto, este alargamiento de la vida trae aparejados sus propios correlatos. Cada vez con más frecuencia encuentro gente a la que el tiempo parece haber abandonado a su suerte. Gente cuyos sueños han muerto ‘temprano’ y sólo les queda deambular como zombis por largos y estériles días. Ahora la vida es dura… y dura.
Aquí nos gusta afirmar que somos un ‘país de jóvenes’, que más de la mitad de la población es menor de 18 años, pero a pesar de lo seductor de esta creencia es obvio que cada día son más las personas que cruzan esa frontera (y lo más probable es que recibirán su cuota de tiempo de largo plazo, pues la expectativa de vida venezolana ha aumentado de 55 años a mediados del siglo pasado a 74 en la actualidad). Toda una sociedad, individual y colectivamente, tendrá que cambiar de enfoque para vivir en este contexto.
El tiempo es un soberano implacable, cuyo carácter ya los griegos habían convertido en mito: Cronos devora a sus hijos para evitar ser destronado. Ahora que le hemos arrancado un poco de poder, se propone devorar nuestros sueños. Sólo Zeus, el soberano generoso, afecto al amor y las pasiones, pero también al orden y la disciplina, puede vencerlo. Y aunque suene a panfleto de autoayuda, tendremos que aprender que los sueños, y la pasión para alcanzarlos, no dependen de la edad.
A mí en particular me gusta creer que siempre habrá más cosas por hacer que tiempo para concluirlas. Quiero tener algo por lograr hasta el fin de mis días: un plan, un sueño, un objetivo, lo que sea. Aunque la vida se alargue, aunque a veces lleguemos a abrazar la ilusión de haber derrotado la única certeza que nos acompaña desde que nacemos, es útil tener conciencia de que el tiempo es escaso y lo esencial está siempre por hacerse. Lo otro, derrocharlo en cualquier cosa, es malgastar un bien que tarde o temprano se irá de las manos. Y dejar que los sueños mueran, es –como diría Capote– tan doloroso como la muerte misma.
Habría que encontrar una manera de disfrutar ese tiempo menudo, aprovecharlo al máximo sin perder de vista lo de más allá. Habría que disfrutar el camino, con la sagrada actitud de agradecer cada minuto, como si fuera siempre el último, siempre el primero.
Fanny Díaz
Viñetas: Urbicande
(Schuiten y Peeters)